Nací en Barranquilla, rodeada del sonido de las gaitas y los colores intensos del Caribe. Crecí entre sonrisas y el calor de una familia numerosa de la que casi nunca quise alejarme durante mi adolescencia, por eso decidí estudiar en la Universidad del Norte. Después, la vida me impulsó a tomar nuevo retos y me fui a estudiar una maestría en Estados Unidos, porque anhelaba continuar con mi formación profesional. Sin embargo, dejé en Colombia siempre mi corazón.

Al realizar mi maestría trabajé en varias organizaciones multilaterales, lo que me permitió vivir múltiples alegrías y experiencias valiosas, pero había siempre un sentimiento de tristeza por tener a mi familia y mi ciudad lejos.

Recuerdo uno de los más duros inviernos que viví lejos de mi casa, con profunda nostalgia; lo único que aliviaba temporalmente ese sentimiento era salir a buscar un café colombiano y compartir un par de horas con mis amigos. Y en una de esas tardes grises de fin de año, mientras con mis manos rodeaba una taza caliente de café y anhelaba el consentimiento de mis abuelos, un niño que jugaba desprevenido con un avión de papel, lo lanzó con fuerza sobre mi mesa, se acercó de manera inesperada y genuina, y me sonrió para decirme: “En ese avión puedes viajar a donde tu quieras para que no estés más triste. Te lo regalo”.

Mi nuevo amigo constructor de aviones me abrazó y me dijo: “sonríe” y sin más se despidió.

Nunca olvidaré su rostro alegre, decidido y cercano, que tuvo el poder de cambiar mi realidad y hacerme sentir en casa. Todos tenemos días difíciles y situaciones complejas en nuestra vida y es ahí donde una sonrisa puede hacer la diferencia.

Los invito a pensar en el valor de una sonrisa, en la emoción y el bienestar que puede generar cuando la transmites, en lo bueno que pasa por nuestro rostro y nuestro corazón cuando somos capaces de dar alegría y tranquilidad a otras personas. Estoy convencida que compartir una sonrisa puede cambiar la vida de quienes nos rodean.